(Actualizado el 15-04-2014)
Los arquetipos son sistemas de aptitud para la acción y, al mismo tiempo, imágenes y emociones […] Por un lado, representan un conservatismo instintivo muy fuerte, y por otro, constituyen el medio más eficaz concebible para la adaptación instintiva. Así que son, esencialmente, la parte infernal de la psique […], aquella parte a través de la cual la psique se une a la naturaleza.
Jung quiere decir que lo arquetípico es el fundamento libidinal de la psique. Los arquetipos son los motivadores últimos de la conducta, de los sentimientos y los pensamientos humanos. Por este carácter basal en la dinámica psíquica Jung los considera «infernales», en el sentido de daimones, «demonios», potencias instigadoras de toda la vida psíquica, por encima de nuestra voluntad, a la que están supraordinados, y a la vez porque su aspecto instintivo los relaciona con nuestros impulsos animales, aunque su aspecto intuitivo lo haga con nuestras tendencias superiores, intelectuales, artísticas y espirituales. Estamos tentados de decir que su influencia posiblemente comience abarcando la constitución, diseño y regulación del sustrato fisiológico, y desde ahí se elevan hasta el control y organización del sustrato psicológico, del alma. Así, los arquetipos serían los constituyentes esenciales de todo el espectro de aquello que concebimos como naturaleza humana, desde lo animal al espíritu.
El conservatismo procede de su eminente rasgo genético, como algo que en ciertos aspectos se mantiene idéntico a sí mismo a través de incontables eras, así como la información guardada en el genoma humano se conserva copiándose a sí misma de generación en generación. Característica que avalan, entre otras cosas, los rasgos morfológicos con que suelen autorrepresentarse cuando nos acercamos a ellos, indesconociblemente arcaicos. Sin embargo, cuando Jung dice que «constituyen el medio más eficaz para la adaptación instintiva» se refiere a que son cualquier cosa menos impulsos ciegos y automáticos obcecados en satisfacer tendencias heredadas y quizás ya obsoletas y contraproducentes en la situación presente. Antes bien, parecen ejercer su influencia desde una clara conciencia del entorno y el contexto actuales, como gozando de una privilegiada noción del problema vigente, muy superior a la comprensión y visión de que es capaz la conciencia. Es más: acercarse a la manifestación arquetípica es adentrarse, y a menudo antes que en otra cosa, en el mundo de la premonición y la adivinación. Es decir, en el futuro. Siendo pues que los arquetipos pueden referirse a la vez al remoto pasado y al remoto futuro, tenemos que postular que su lugar temporal queda más allá de nuestras categorías de tiempo, así como su ubicación física resulta inabarcable dentro de nuestras coordenadas espaciales. Volveremos a estas cuestiones más abajo.
Psicológicamente […] el arquetipo como imagen del instinto es una meta espiritual buscada por toda la naturaleza del hombre; es el mar hacia el cual se encaminan todos los ríos, el premio que el héroe extrae de su lucha con el dragón.
Si el arquetipo es la causa última del ser y el obrar, averiguar su esencia y desvelar su sentido significan descubrir nuestra auténtica identidad y nuestro destino. Significan orientación. Subrayemos que la conciencia presuntamente otorga una amplia variabilidad en el concebir y el obrar, una amplia versatilidad moral (todo lo cual resume la expresión «libre albedrío»), pero sólo se concibe a sí misma, aislada de sus propios fundamentos, lo que la sume con facilidad en un estado de confusión, perdida en el mar de las múltiples opciones existenciales. La salvación legítima de este estado es la reconexión con el estrato arquetípico.
La imagen primigenia es, pues, una expresión que abarca el entero proceso vital. A las percepciones sensoriales y a las percepciones espirituales internas que al principio aparecen de un modo desordenado e inconexo, la imagen primigenia les da un sentido ordenador y vinculador y con ello libera la energía psíquica de la vinculación a la mera e incomprendida percepción. Pero la imagen primigenia vincula también las energías desencadenadas por la percepción de los estímulos a un determinado sentido, el cual encamina el obrar por las sendas correspondientes al sentido. Libera energía inutilizable, estancada, remitiendo el espíritu a la naturaleza y llevando el mero impulso natural a formas espirituales.
Antes que nada, es preciso aclarar que en esta declaración de Jung existe una confusión semántica entre los conceptos imagen primigenia y arquetipo. Es una definición temprana, aparecida en su obra Tipos Psicológicos, y aún no se había ocupado profundamente, como hizo después, de otras manifestaciones arquetípicas allende la imaginería simbólica (onírica, visionaria, artística o arqueológica). Así que se toma la licencia de hablar indistintamente de una y del otro, como si prácticamente fueran la misma cosa. Nosotros tenemos que tener siempre presente que la imagen es símbolo, metáfora, significante, y el arquetipo propiamente es el significado, la realidad misteriosa y oscura aludida. Él mismo aclarará en otro lugar que el arquetipo es un factor psicoide, trascendente incluso a lo psíquico, que pertenece, en su esencia, a un extremo invisible, inaprensible desde nuestras facultades cognoscitivas. En ese mismo sentido expresó también esta sentencia: «Los arquetipos no pueden ser representados en sí mismos, pero sus efectos son discernibles en imágenes y motivos arquetípicos». Podríamos entenderlos como algo semejante a la energía, que inferimos desde manifestaciones materiales. La imagen primigenia no es una manifestación material, pero sí lo es psíquica. Es, como la materia, tangible, «sólida».
Hecho este inciso, comentamos que Jung empieza hablando aquí de los arquetipos como categorías kantianas, los a priori, de la aprehensión y el conocimiento. Gracias a ellos la psique diferencia objetos y conceptos, abstrae y ordena cualidades, jerarquiza valores, y no se ahoga en un caos de sensaciones y experiencias yuxtapuestas. Lo mismo se aplica a la información sobre el mundo interior recibida por vía estrictamente psíquica, a través del aparato cognoscitivo intuitivo. Su función no termina ahí, pues el arquetipo es una fuente de energía que irradia hacia todas las direcciones psíquicas, y después de servir a la recopilación, ordenamiento y consideración de la información, y de alentar a ello, convoca a la acción correspondiente. Se produce así un flujo que avanza desde lo físico a lo mental y espiritual, para luego regresar a lo físico de nuevo. Convocando alternadamente a la abstracción intelectual y al impulso actuante en el mundo, en ciclos, podríamos decir, de introversión y extraversión. Modelos paradigmáticos de este proceso podrían ser la soledad reflexiva del sabio, cuyo conocimiento atesorado se divulga luego y se transforma en una doctrina que cambia el entorno, o, mitológicamente, el Buda que asciende al Nirvana y regresa, por compasión, hacia el mundo.
Quedémonos con la idea subrayada de los arquetipos como objetivos últimos de nuestra búsqueda de conocimiento, autoconocimiento y moral, y motivadores mismos de esas básicas necesidades. En este sentido, Jung vuelve a decir:
No podemos liberarnos legítimamente de nuestras bases arquetípicas a menos que estemos dispuestos a pagar el precio de una neurosis, tal como no podemos deshacernos de nuestro cuerpo y sus órganos sin cometer suicidio. Si no podemos negar los arquetipos o neutralizarlos de otro modo, nos vemos enfrentados, en cada nueva etapa de diferenciación de la conciencia a la cual aspira la civilización, a la tarea de encontrar una nueva interpretación apropiada para esa etapa, a fin de conectar la vida del pasado que aún existe en nosotros con la vida del presente que amenaza con escaparse.
Las cualidades y atributos de los arquetipos son claramente visibles, sobre todo, cuando hacen acto de presencia irrumpiendo desde lo inconsciente en una conciencia individual, convocando en el sujeto una crisis, como un volcán que se activa y transforma dramáticamente su entorno. Entonces, meditar en los contenidos aflorados, en los símbolos revelados, y atesorar los insights que no es raro se prodiguen en estos trances, produce asimilaciones filosóficas cada vez más profundas y universales. La emotividad que acompaña este proceso da valor y predispone a afrontar los pertinentes cambios en la dirección vital. El modo «casual» en que precisamente en esos momentos ocurren ciertos eventos en el entorno, que transforman su organización, es el rostro con que se presenta aquello que llamamos destino.
Por supuesto que lo arquetípico, como fundamento libidinal, no precisa hacerse consciente en ningún grado para ejercer de motor de las conciencias, individuales y colectivas. Su actividad es preexistente a la aprehensión de cualquiera de sus eventuales y flagrantes manifestaciones. Pero, eso sí, las ideas, motivaciones y actos que produce en una personalidad que se mantiene inconsciente de estos sus basamentos últimos tienden a ser más confusos, dispersos, vacilantes e incongruentes, y más propensos a posesiones y proyecciones compulsivas concretistas, a la corta o a la larga, inconducentes. Es por esto que las culturas atesoran representaciones mitológicas colectivas, que intentan prestar inspiración y orientación libidinal a todas aquellas conciencias, las más numerosas, donde el inconsciente colectivo, matriz de los arquetipos, no hace acto explícito, aclaratorio, de presencia. Las mitologías pretenden ser recordatorios y avisos para las masas de aquello que todas las almas contienen en su fondo. Anuncios del origen y sentido que anima todas las vidas, por más remoto y ajeno que le resulte a las conciencias.
Como hemos ido comprobando, Jung no escatima energías en recalcar la relación de los arquetipos con lo instintivo, lo terrenal, la realidad fáctica. Su intención en todo momento es evitar que se conciban sólo como productos de la mera fantasía, formas psíquicas etéreas, caprichosas, en última instancia, vacías. O bien como residuos obsoletos de arcaicas y hoy quizás erróneas formas de ver la realidad. En otro lugar habla de los arquetipos como autorrepresentaciones del instinto, es decir, formas en que nuestro basamento instintivo se revela a nuestra conciencia, facilitándonos la aprehensión de un sentido inteligible dentro de él. Para ilustrar esta idea, usó el símil del espectro de la luz, donde la franja infrarroja correspondería a la esfera instintiva fisiológica y la franja ultravioleta a la esfera intelectual, imaginal, espiritual. Así, dejaba claro que los dos planos participan de una misma naturaleza sustancial (en esta metáfora, la luz):
El usar espectros luminosos (infrarrojo y ultravioleta) que quedan fuera de la banda visible nos evita olvidar que el arquetipo pertenece al espacio inconsciente.
Lo psicoide en el arquetipo
Gracias al fenómeno de la sincronicidad, que es una manifestación arquetípica más allá de los sueños y la imaginación, donde extraordinariamente queda incluido el mundo físico, allende el cuerpo y la psique, podemos dar un paso muy audaz en la consideración de los arquetipos como realidades más robustas que lo psíquico, que lo etológico y que incluso lo biológico, al extenderse su esencia e influencia hasta la realidad más externa y objetiva, aquella de la que se ocupa la física. Su universalidad, que ya asegura el ser elementos colectivos, no individuales («el […] arquetipo, es siempre colectivo, o sea, es común cuando menos a pueblos enteros o a épocas enteras. Es probable que los temas mitológicos más importantes sean comunes a todas las razas y a todos los tiempos […]»), da un paso más allá al atravesar incluso la frontera de lo transpersonal, hacia lo «transhumano». Como decimos, en estas áreas los arquetipos se revelan también participantes de la naturaleza de lo físico, después de haberlo hecho de lo instintivo y lo espiritual, y Jung concluirá que la materia de la que están hechos es ontológicamente trascendente a lo psíquico y lo físico. Participa de los dos, y son algo que debe habitar, por ello, un estrato metafísico.
El problema del origen de los arquetipos. Evolución del concepto
Reflexionando sobre el conspicuo carácter innato de la imagen primigenia nos topamos pronto con el grave problema que supone el modo desconcertantemente preciso en que parece heredarse y transmitirse, pues la sorprendente identidad formal de ciertas imágenes primordiales que se revelan hoy día desde los trasfondos inconscientes con sus antecedentes arqueológicos remotos fue precisamente lo que puso a Jung en la pista del gran descubrimiento, y lo que sirvió de excusa para su bautizo (arquetipo = modelo arcaico). Parecía, al principio, que la cuestión debía entenderse considerando los arquetipos como adquisiciones culturales que, de algún modo, quedaban integradas en los trasfondos más profundos de lo inconsciente, y desde ahí se heredaban de generación en generación (esta explicación apresurada y preliminar es, sin embargo, una de las más popularmente aceptadas hoy día, y la que más malentendidos causa alrededor de la comprensión de la naturaleza arquetípica. Por esta noción es acusado lo junguiano, erróneamente, de ser un lamarckismo). Jung matizó después estas reflexiones hablando del arquetipo como el precipitado de infinitamente repetidas experiencias humanas sobre temas esenciales y universales a lo largo de eones, que se iba sedimentando y arraigando en la psique, como un poso de infinita sabiduría práctica sobre los patrones vitales. Todo esto, además de a Lamarck, recuerda bastante al pensamiento freudiano que postulaba que los contenidos formales del inconsciente fueron antes contenidos conscientes, vivencias externas, que acabaron cayendo en la inconsciencia, pero todo esto llevado al plano de lo inconsciente colectivo. Con estas ideas freudianas alrededor de la ontogenésis de lo inconsciente individual Jung no comulgó nunca, pero se ve que dudó mucho en rechazarlas aplicadas a su filogénesis arquetípica. Comprendemos que estas explicaciones querían abarcar ese aspecto tan refinado, artístico, en definitiva tan propio de lo cultural consciente, que tienen las imágenes primigenias, aún nacidas espontáneamente desde los trasfondos inconscientes, donde la mente educada y lógica tiene una natural tendencia a esperar poco más que un informe caos de deseos, propios de una entidad animalesca, opaca y ciega. En rigor, ocupándonos del arquetipo en su faceta de patrón elaborado de comportamiento relacional y cultural, su aspecto, digamos, moral, se hace muy difícil alejarnos del mundo consciente humano y buscar orígenes que no estén en este estrato. La línea argumental es clara: algo tan preciso y diferenciado es propio como creación de las facultades psíquicas superiores, y éstas están en lo consciente. Así que la génesis tuvo que ocurrir desde fuera, hacia dentro: nada es en el arquetipo que no estuviera antes en la conciencia.
Pero ninguna de estas consideraciones abarca y hace justicia a esos otros rasgos esenciales, exóticos y ajenos al modo de ser de la conciencia, del arquetipo. El aspecto psicoide de su naturaleza, generador del fenómeno de la sincronicidad; sus relaciones íntimas con la premonición y el futuro y, a la postre, con el fenómeno paranormal en general; su aparente omnisciencia a la hora de, eventualmente, valorar y dar salida a los problemas concretos y actuales en que queda atascada la conciencia… Todo ello son cualidades que jamás estuvieron al alcance del yo ni de su cultura. Están muy por encima de la capacidad del hombre y de sus logros sociales. Por lo tanto, y desmintiendo lo anterior: mucho hay en el arquetipo que jamás estuvo en la conciencia. Así que no podemos relajarnos postulando explicaciones que traten de deducir su realidad congénita, tan insólita, desde experiencias en el ordinario afuera. En general, no esperemos mucho acierto de ninguna explicación que trate de fundamentar un a priori sólo desde un a posteriori.
En efecto, el primer gran escollo con que se encuentra, antes que después, toda teoría explicativa sobre la génesis de los arquetipos que trate de poner el acento en el factor aprendizaje es, precisamente, darse de bruces con el oponente natural que tiene en psicología toda aserción behaviourista: las consideraciones sobre lo innato, lo genetista. Y no sólo en psicología, pues estamos entrando de lleno en el mismo debate que conmueve los cimientos de la biología, la ciencia que, como vamos comprobando una y otra vez, forma con aquella una dupla inseparable (normalmente no muy bien avenida). El origen de las especies y el origen de los arquetipos se nos aparecen como problemas que discurren por un camino común, y no puede extrañarnos nada, habida cuenta de la íntima relación que tiene el arquetipo con el gen. Recordemos que no sólo su llamativo carácter hereditario nos remite a lo genético, también lo hace su aspecto «infrarrojo», instintivo, que lo «corporiza» acentuadamente. Lo fisiológico, lo biológico, nos envían también inmediatamente al genoma. Jung postula la abierta relación entre lo genético somático y el arquetipo en esta sentencia: «[Los arquetipos] se heredan con la estructura cerebral (en verdad, son su aspecto psíquico)«. Si la tomamos como válida, entonces estamos legitimados para deambular el mismo derrotero de la biología y contradecir y superar a Lamarck con Darwin, añadiendo: «y el cerebro hizo al hombre, y no el hombre al cerebro», solucionando así esta renovada edición del problema del huevo y la gallina.
La preexistencia ontológica del arquetipo, sin embargo, y en contraposición frontal al darwinismo, hace temblar los cimientos de todas las bases científicas atesoradas actualmente. Pues el gen como precursor es entendido como «ladrillo», un elemento relativamente simple, subordinado, a partir del cual se construyen luego los organismos y sistemas más complejos y sofisticados, pero el arquetipo como precursor se encuentra ni más ni menos que en el papel de diseñador, de arquitecto. Un elemento inicial, generado espontáneamente, que permanece siempre supraordinado.
En la práctica, Jung va a ir tratando de encontrar la solución a estos problemas con mucho esfuerzo, a través de tentativas como esta: «No se […] trata de ideas heredadas, sino de posibilidades de ideas heredadas. Tampoco son adquisiciones individuales sino, principalmente, comunes a todos, como puede deducirse de [su] presencia universal». Vemos como aquí el arquetipo en sí se va distanciando de su manifestación formal, de la imagen primigenia, perdiendo nitidez, concreción, cualidades que lo aproximaban a la conciencia, para irse convirtiendo en lo prefigurado, una matriz preexistente, siempre inconsciente, acercándose un poco más a las conclusiones que hemos adelantado arriba.
El «neolamarckismo» de Rupert Sheldrake
Pero justo hablando de psique, cerebro y biología tenemos que traer a colación algo que da una vuelta de tuerca más a todas las consideraciones expuestas hasta aquí sobre el origen y la transmisión de los arquetipos. Las hipótesis del bioquímico Rupert Sheldrake han sido jubilosamente acogidas por toda la comunidad junguiana. Como etólogo, estudioso del comportamiento animal, ha creído encontrar fenómenos tan extraños en los procesos de transmisión del aprendizaje en las comunidades animales (incluida la humana) que se ha visto obligado a formular la existencia de lo que él ha bautizado como «campos mórficos» o «morfogenéticos», unas entidades definitivamente metafísicas, más allá del cuerpo y el cerebro, donde se guarda toda la información relativa a la morfología fisiológica y las pautas de comportamiento de las especies. Algo así como «supragenes», que, además, funcionan como bancos de memoria colectiva. En realidad, él ha acabado ampliado la jurisdicción de los campos mórficos a todo lo existente, más allá de la biología, para convertirlos en moldes abstractos de la forma y el comportamiento de toda fenomenología física. Comprobemos hasta qué punto el desarrollo de esta teoría discurre de forma paralela a la evolución del concepto de arquetipo. Es más: parece una teoría ad hoc, construida precisamente para explicar la realidad arquetípica.
Un fundamento de esta guisa, de esencia metafísica, es, en efecto, lo único capaz de empezar a explicar toda la bizarra fenomenología parapsicológica (sincronicidad, telepatia, presciencia, precognición…) que acompaña la manifestación arquetípica. El inconsciente colectivo, como campo mórfico, unificaría la preexistencia, lo innato, con lo adquirido, pues sería una matriz preformadora con una tendenciosidad teleológica preestablecida, que contiene un compendio de información, más o menos concreta, que se va actualizando con las sucesivas aportaciones desde la conciencia de la especie, en constante cambio. Es permanente como un gen, y a la vez dúctil y maleable, permeable a los contenidos que proceden del cambiante exterior, de la cultura y el medio. Sin embargo, si ponemos demasiado acento en lo segundo, en la generación del arquetipo como campo mórfico a través de los meros datos externos, culturales, la construcción de Sheldrake nos vuelve a colocar en el mismo atolladero en que nos abandonaba el clásico lamarckismo, a pesar de la ingeniosa y adecuada actualización que ha sido reubicar lo genético en un espacio trascendental, sin restricciones corporales y materiales, más adecuado a la idiosincrasia de lo inconsciente colectivo. Identificar sin más el campo mórfico con la memoria colectiva vuelve a atenazar al arquetipo con los datos conscientes y con el pasado, obviando de nuevo un grueso de sus sui géneris capacidades, difíciles de explicar como derivados de la conciencia (incluso de la suma de todas ellas), su intrínseca autonomía, y su definitiva vocación por el futuro, por el diseño de los destinos. Si no perdemos de vista que el todo es más que la suma de las partes, ni que los campos mórficos deben ser algo más que el sedimento de las vivencias de la especie, las dos grandes ciencias de la vida, la biología y la psicología, tan a menudo enfrentadas, habrían encontrado por fin un lugar de comunión, cargado de promesas.
Contempladas estas recomendaciones, el arquetipo se nos presentaría, finalmente, habitando un estrato extraordinario, propio del acaecer paranormal, y al mismo tiempo imbricado íntimamente con el ordinario mundo del carácter y el comportamiento humanos. Un ligamento entre micro y macrocosmos; la materia que construye el Unus Mundus, ese concepto tan caro a Jung y los junguianos. No está en el cerebro, no está en el cuerpo, no está en los genes, pero es la causa última de lo humano innato, desde el físico al carácter. También responsable de la meta de desarrollo implícita en toda vida. Afecta al individuo, a la especie, mas, a la postre, está conectado holísticamente con el Todo. Gracias a esta perspectiva privilegiada, asomada a lo eterno y universal, y como matriz de nuestra inteligencia, nutriéndose a la vez de ella, contiene un conocimiento excelso y supraordinado, que representa antropomórficamente el arquetipo del Anciano Sabio.