A estas alturas de la película no nos pueden quedar dudas de que ese pretendido gran logro cultural que orgullosamente hemos venido llamando libertad de pensamiento y expresión se trata en realidad de la tenaz y fatigosa construcción de una enorme torre de Babel donde reina la anarquía (valga la paradoja), y campean a sus anchas el desconcierto y la confusa perplejidad.
Kierkegaard fue uno de los primeros insignes enfermos con ese síndrome de angustia moderno, hoy ya epidémico, que contrae todo aquel que se encuentra a bocajarro frente a la terrible maldición de la elección ética en libertad (o sea, en responsabilidad). Para él aún quedaban ahí afuera, en el mundo, en lo Otro, algunos valores absolutos, algunas sustancias de alto valor moral realmente existentes en-sí, no condicionadas por nuestro arbitrio, pero para Sartre, que contrajo la misma enfermedad unos años después, cuando la torre ya se había levantado unos cuantos pisos más arriba, el vértigo y la náusea se expandieron aún más allá, en el encuentro de la conciencia con una existencia que parece sólo construirse en base a nuestras elecciones. El malestar en la cultura de un hombre que tiene que fabricarse a sí mismo y edificar el mundo desde casi cero.
Esto en realidad, si pelamos la manzana hasta dejar sólo las pepitas, no es otra cosa que abundar más en el debate cartesiano sobre la res cogitans y la res extensa (la conciencia pensante y el mundo), siendo precisamente lo cartesiano no otra cosa que un abundar en el debate intrínseco que define el tránsito de una cultura mitológica a una científica. Y los tres filósofos comenten un error de base: le otorgan demasiada credibilidad al pensamiento. Los tres son poderosos músculos racionales que sienten, a priori, que la mente lógica es un baluarte lo suficientemente independiente, autónomo y estable como para servir de sostén al mundo. Por eso dije «casi cero»: porque los tres cuentan con la genuinidad de su pensamiento, con la irreductibilidad de la razón. Eso es su cimiento, lo dado, su base. Sin embargo, se olvidan, demasiado a menudo, de la angustia primera, previa a la zozobra de la decisión ética, al problema del actuar, que sobreviene cuando la conciencia tiene que elegir qué derroteros tomar en el pensar, en mitad de un paisaje cultural donde se cruzan, se enfrentan y discuten millones de senderos filosóficos, atrapados en el demonio de la relatividad. Antes de quedar ansiosamente suspendidos frente al problema del obrar bien o el obrar mal, de la hipocresía o la integridad, ya nos quedamos enmarañados en la cuestión de qué es verdad y qué es falsedad. En un ambiente racional que se nos presenta tan condicionado como el mundo del sentimiento, es una temeridad confiar en el valor absoluto de cualquier producción de la lógica. De hecho, la inmensa mayoría de esos senderos no acaban conduciendo a ninguna parte. Como dolorosamente hemos comprobado una y otra vez, abocan en la nada. Convocan comportamientos éticos que, cuando menos, son inoperantes, vacuos, intrascendentes, incluso llevados a cabo por sus héroes de turno correspondientes, comprometidos en integridad al máximo. Incluso haciendo mucho ruido, no dan de comer nueces.
Pero ¿cómo diferenciar? Todo el mundo tiene una opinión como tiene un culo, y hoy basta con echar un ratito de escritura para plasmarla y listo, a publicar. Ya con eso, tenemos ganado un cielo de autoridad y credibilidad. Y hemos colocado otro ladrillo en esa torre que es nuestra angustiosa prisión.
El problema es que la universalidad del derecho a pensar y opinar (y la globalización del negocio editorial) no se corresponde en ninguna medida con el reparto estadístico de la inteligencia, la perspicacia y el genio. El color fundamental de los senderos que embarran el horizonte de nuestras creencias es el de la mediocridad. Un genio mediocre sólo alcanza la media verdad. Pero una media verdad… no es más que una mentira.
Todo esto viene a cuento de que voy a hablar de Jean Genet, y de los intentos por comprender su muy especial psicología y comportamiento de una camarilla de ilustrados parisinos que le revolotearon alrededor, a modo de moscas cortesanas fascinadas, durante un buen trecho de su vida. Sartre publicó su «Saint Genet comédien et martyr», que pretendió ser un exhaustivo análisis psico-sociológico, y no alcanzó a ser otra cosa como tal que un dislate de 625 páginas, contrapedagógico y antiterapéutico (supuso incluso una fuerte depresión para Genet), aunque, eso sí, como obra literaria y auto publicidad de su pensamiento es una magnífica producción.
Para presentar a Genet voy a ir a lo cómodo y hago un simple copipega desde la afrancesada Wikipedia:
Nació en París el 19 de diciembre de 1910. De padre desconocido, su madre (una joven prostituta) lo entregó a la asistencia pública a la edad de un año, permaneciendo allá hasta los ocho. De los ocho a los diez vivió con un carpintero de Morvan y su familia, a los que hizo víctimas de sus primeros robos, pese a que (según la biografía de Edmund White) siempre se habían preocupado por él y le tenían mucho cariño. Durante su periodo escolar fue un alumno aventajado, obteniendo las más altas calificaciones. Sin embargo, esta época de su vida está plagada de intentos de fuga y hurtos menores. A la edad de diez años, Genet se convirtió en un auténtico ladrón, pasó su adolescencia en prisiones juveniles (como las de Mettray, Fresnes, Tourelles, y Santé) y más tarde acabó prostituyéndose. Edmund White sugiere que los sórdidos y escabrosos detalles acerca de su infancia y adolescencia, pudieran haber sido exagerados por el mismo Genet para encajar en su ideal de «marginado». A partir de entonces comenzó a escribir. Sobre su vida de presidiario escribió en 1946 «Miracle de la Rose»/»El milagro de la rosa» (Paris: Gallimard, 1951), vida de presidiario que finalizó a los 18 años, cuando se alistó en el ejército.
Su vida militar acabó de forma súbita tras ser declarado culpable de realizar actos impúdicos (fue atrapado en actitud homosexual) con un compañero. A partir de ese momento prosiguen sus andanzas como vagabundo, ladrón y chapero por toda Europa. Sobre estas andanzas personales escribe en «Journal du voleur»/»Diario del ladrón» (Paris: Gallimard, 1949). En 1937 regresa a París, dónde entra y sale de la cárcel en numerosas ocasiones acusado de robo, mendicidad, falsificación de documentos, y conducta impúdica y obscena. Una vez más en prisión escribe el poema «Le condamné à mort» (1942) cuya edición costea de su propio bolsillo, y en 1944 la novela «Notre Dame des Fleurs»/»Santa María de las Flores» (Lyon: Barbezat-L’Arbalète, 1948). Tras diez condenas consecutivas, sobre Genet pendía la amenaza de la cadena perpetua. Fue gracias a Jean-Paul Sartre, Jean Cocteau (quien utilizó su influencia para la publicación de «Notre Dame des Fleurs»), Pablo Picasso y otros personajes de la vida artística e intelectual francesa que pidieron el indulto personalmente al presidente de la república y su condena fue finalmente revocada en 1948. Genet nunca volvería a ser encarcelado.
En 1949 ya había publicado cinco novelas, tres obras teatrales y varios poemas. En ellas retrataba de forma totalmente explícita y provocadora tanto el crimen como la homosexualidad, motivo por el que su obra fue, no solo censurada, sino prohibida en muchos países. Por otro lado, debido a la devastadora depresión que para Genet supuso su propio análisis en el largo ensayo de Sartre «Saint Genet comédien et martyr» (1952) dejó de escribir durante años. En 1961 había escrito nuevas piezas teatrales así como el ensayo «Ce qui est resté d’un rembrandt déchiré en petits carrés», analizado por el filósofo deconstructivista Jacques Derrida en su obra «Glas».
Su vida amorosa durante este intervalo de tiempo estuvo estrechamente ligada a Abdallah, un funambulista que acabó con su propia vida en 1964. Tras este suceso, Genet también intentó suicidarse.
A finales de los años 60 se acentuó su compromiso político, especialmente después de los eventos de Mayo del 68 (incluso homenajeó a Daniel Cohn-Bendit, líder de los estudiantes revolucionarios). Declarando que si bien se trataba de una revolución imposible, lo importante era que «la ideología del Mayo Francés es una mezcla de exaltación de la juventud y de rechazo a la autoridad y a la jerarquía». Participó en manifestaciones para llamar la atención sobre las penosas condiciones de vida de los inmigrantes en Francia. Sus convicciones políticas le llevaron también a apoyar a los Panteras Negras, que le invitaron a los EE. UU. donde vivió durante tres meses en 1970 dando charlas, asistiendo al juicio de Huey Newton (su líder), y escribiendo artículos para sus periódicos. También en 1970 tuvo acceso a los campos de refugiados en los Territorios Palestinos, entrevistándose secretamente con Yasir Arafat. Profundamente influenciado por estas experiencias escribió su última, póstuma y larga novela «Un Captif Amoureux»/»Un cautivo enamorado» (Gallimard;1986 que tradujeron al castellano, para Editorial Debate, María Teresa Gallego Urrutia y María Isabel Reverte Cejudo en 1988) En ella Genet recoge textos elaborados durante su estancia en Jordania y Líbano al lado de los fedayín. También apoyó el grupo de información para presidiarios con Angela Davis, George Jackson, Michel Foucault y Daniel Defert. Trabajo con Foucault y con Sartre en sus protestas contra la brutalidad policial contra los argelinos en París, brutalidad permanente desde la guerra de la independencia de Argelia, que provocaba la aparición de cuerpos apaleados y torturados flotando en el Sena.
En 1982 Jean Genet, que se encontraba en Beirut, fue uno de los primeros europeos en entrar en el campo de refugiados palestinos de Sabra y Chatila donde tan sólo horas antes los falangistas (kataeb) libaneses acababan de asesinar a cientos de sus habitantes. El resultado de esta visita es su texto «Quatre heures à Chatila»/»4 horas en Chatila» publicado censurado en la Revue d´Etudes palestiniennes en su número de enero de 1983; hay disponible una traducción en castellano de la versión oficial en CSCA. El 19 de diciembre de 1983, en una de sus escasas apariciones públicas, leyó fragmentos de su obra en la innauguración de una exhibición sobre la masacre de Sabra y Chatila organizada por la «International Progress Organization» en Viena, Austria. Había sido invitado por el filósofo Hans Köchler.
En 1984 la Academia Francesa le concedió el Premio Nacional de Literatura.
Poco tiempo después Genet desarrolló un cáncer de garganta. Fue hallado muerto el 15 de abril de 1986, muerte probablemente causada por un traumatismo craneal tras una caída fatal. Casi olvidado, fue enterrado en el cementerio español de Larache, Marruecos.
Como vemos, Genet es un enfant terrible, no tanto por su delictiva conducta irreformable como por su apología pública de ella. Él recomendaba abiertamente a los niños criminales que persistieran en sus reprensibles tareas, porque eso los hacía bellos. Un rasgo destacado también de su pensamiento es que él siempre tachó a la homosexualidad de ser una enfermedad, un pecado, un mal. Precisamente, para él, ahí radica su valor: “Si pretendemos realizar el Bien, sabemos hacia dónde nos dirigimos y qué es el Bien, y que la sanción será beneficiosa. Cuando es el Mal, no sabemos todavía de lo que hablamos. Pero sé que es el Único en poder suscitar en mi pluma un entusiasmo verbal, signo aquí de la adhesión de mi corazón”.
Claro, nos resuena Baudelair, Verlaine, Rimbaud… Hay una tradición francesa en esta dirección. Una aurea catena que empieza a contextualizarnos (y a justificarnos) su modo de ser. Empezamos a sospechar que no se trata de un individuo único, que ejerce de modo incomparable su autonomía racional y moral, convirtiéndose en un paradigma de libertad individual (que era lo que precisamente fascinaba a Sartre, como ejemplo perfecto para la ilustración de sus doctrinas), sino que siente, piensa y obra de acorde a un patrón, aunque minoritario, colectivo. De hecho, hasta cierto punto sería lícito plantearse si no se trató su vida y obra de una mera pose imitativa de sus héroes decimonónicos. Una mascarada de comédien, histriónicamente exagerada. Pero no, no nos confundamos. A la máscara tarde o temprano se le despega el bigote postizo. Genet es íntegro de principio a fin en su patrón de conducta. El personaje público, el artista, el filósofo, consuena con el hombre en privado, a lo largo incluso de décadas. Ya quisieran muchos apóstoles del bien social y el pensamiento políticamente correcto sostenerse de tal modo en coherencia y continuidad. La legítima cuestión es, pues: ¿nace el fenómeno Genet desde la libertad de una conciencia especialmente crítica con el entorno, impermeable a la alienación burguesa, o es el producto de una compulsiva y especialmente virulenta constelación arquetípica, o sea, de un arrollador destino? Sartre, que consideraba lo inconsciente una fantasía irracional más del pensamiento alemán, se inclina obviamente por la bella utopía cartesiana impícita en la primera propuesta. La apoteosis de la libertad esencial de la conciencia, y el insobornable pensar, su afilado instrumento. El ilustre trasojado nunca fue capaz de descorrer las cortinas que ocultaban los mecanismos detrás de sus procesos pensantes. Nunca descendió a sus propios sótanos, su propio infierno. En la segunda mitad de su vida, cuando debió hacerlo, saltó precisamente como catapultado justo al lugar inverso: al mundo. Y acabó convirtiéndose en un paradigmático personaje mediático, héroe del modernismo. Desde luego, si hubo un tiempo en que se adoró a algún becerro de oro, nuestra época se caracteriza por la adoración de vacadas doradas enteras. Pero bueno, no es su culpa: por más que le atrajera el discurso acerca de la libertad y la responsabilidad, él jamás pudo ser otra cosa que… él mismo.
Entonces, para Sartre, Genet es, antes que otra cosa, un filósofo. Entendido el filósofo como un ser que engendra su vida y crea el mundo a partir de lo más abismal de su ser, que es su libre razonamiento. Genet es, ciertamente, un filósofo. Pero su filosofía no es la madre que engendra su personalidad y su conducta. Antes bien es, como su sexualidad, una hija que brota desde regiones del alma muy profundas, previas a la conciencia. Los lugares donde verdaderamente se gesta la personalidad, desde lo instintivo a lo espiritual, pasando por lo artístico. Él no es libre de pensar lo que piensa, como ningún filósofo que lo sea de veras y hable con la adhesión de su corazón.
En realidad, para los que algo sí conocen de estas cuestiones, el misterio Genet no es tal, de ningún modo. Su producción artística, su vida sexual, sus opiniones y su personalidad en general son claros «síntomas» de un complejo cuyos rasgos esenciales son discernibles de un modo transparente. «Cherchez la femme«, viene al caso decir. El poeta lo grita, pero Sartre fue incapaz de oírlo: “Nos llaman afeminados. Expulsada, secuestrada, burlada, la Mujer, a través de nuestros gestos y nuestras entonaciones, busca la luz y la encuentra: nuestro cuerpo, agujereado de repente, se irrealiza”. Esa Mujer busca la luz de la conciencia, y lo hace viajando desde la oscuridad lunar de lo inconsciente. Se trata de la Diosa Negra, en última instancia. Una forma arquetípica colectiva que en Jean se conforma individualmente de un modo un tanto peculiar. Él dice expulsada, burlada… Pero es porque mira afuera y ve esfínteres en lugar de vaginas. Si mirase adentro, vería la mejor ofrenda a una Diosa que un hombre puede hacer: dejarse poseer por ella. Lo que ha sido secuestrado no es la Mujer, sino el ego masculino.
Es peculiar la forma de posesión del anima en Genet porque normalmente es la Diosa Negra la que consteliza y conforma la sombra del sujeto, la cual incluye per se la sexualidad, y la Diosa Blanca la que se ocupa de inspirar sus facultades intelectuales, artísticas y espirituales. La marcada duplicidad del anima hace que ésta se acerque a la conciencia emboscándola en un ataque en pinza, convocando luz cada vez más radiante en las funciones superiores y oscuridad cada vez más perversa en el lado de la sombra. Hasta que el ego masculino se rompe, y muere. Entonces aparece una tercera posibilidad que antes no estaba dada: una síntesis, en la función trascendente. Que lo es porque trasciende ese dilema de opuestos (las dos animas se unifican en el Sí mismo). Esta bipolaridad anímica podemos esperar encontrarla en cualquier caso donde sea evidente la actuación de una fuerte musa inspiradora: Dalí, el gran mirón y masturbador. Joyce, y los excrementos de Nora. Jung, y sus anti-deontológicos romances con pacientes… No podemos decir que sea conditio sine qua nom de todo tipo de talento el soportar el peso de unas pasiones, según la moda, más o menos inconfesables, pero sí que cuando la inspiración es de tal categoría que se imbuye lo suficiente en lo arquetípico, la esfera de la sombra queda rápidamente constelada y exacerbada. Dicho de otro modo: cuanta más participación tenga en el genio lo inconsciente más probable será encontrar en su mundo interior sórdidas tentaciones. Siempre son más malvados los demonios que acechan al santo. Como en cada caso se resuelva este dilema depende de la escrupulosidad moral del yo, de la fuerza de éste y de la potencia del anima.
Tengo que decir ahora urgentemente que aunque la sensibilidad de Genet haya percibido su homosexualidad brotándole desde un lugar que él siente no le da mucha excusa para la celebración del «orgullo gay», y esa postura nos de pie a analizar el tema ahora desde este ángulo, esto no es todo lo hay que decir sobre ella, ni teórica ni terapéuticamente hablando. Hay hombres que nacen con una genuina naturaleza homosexual, y sería su contra natura tratar de cambiar eso. Hay intromisiones del anima que no implican una lucha de opuestos brutal entre conciencia e inconsciente, ni una crucifixión de deseos, moralidades e intereses. O sea, que no conllevan neurosis, sino sólo una alteración en la esfera de la elección y la conducta sexual. En los casos en que la complejidad sexual no conlleve más problema que quizás el (ya suficientemente grave) del rechazo social, no tenemos por qué inventarnos una problemática psicológica ni construir un enfermo imaginario. Lo que cuento aquí sólo atañe a aquellos casos en que la sexualidad es vivida como un dilema, como una paradoja, que mantiene en jaque a un sujeto que siente que, en parte, eso es él, y, en parte, no lo es.
Genet está identificado con su sombra (aunque su reflexión tiene una clara tendencia a diferenciarse de ella). Todo su inconsciente, toda su alma, habla a través de la sombra. La Diosa Negra es en él vocera también de la Blanca, de tal modo que la musa de su producción artística y filosófica es la misma que excita su pasión con jóvenes y viejos. La misma que lo lleva al crimen y los bajos fondos, lo lleva a las alturas del pensamiento. No hay tesis-antítesis/síntesis, sino una fagocitación de la tesis por la antítesis, y viceversa. No hay desarrollo puta-santa/sabia, sino una puta que es beata y una santa que reza en los burdeles. Literalmente. Por supuesto, la forma particular que tomó en él la dupla del anima estaba ya preformada en las características de su propia madre. Nacer de madre prostituta ya vemos hasta qué grado se interrelaciona con su propia estructura psíquica interna. Algunos pensarán aquí que esa es la causa, el motor primero de las peculiaridades en el carácter de Jean. Yo no estoy de acuerdo: entiendo a su madre como una señal, un aviso, una sincronía, una personificación externa, de lo que sería su anima, o sea, su carácter y su destino. Un mero factor coadyuvante, pero ni causal ni determinante. Ciertamente, encontramos en los abismos de su comportamiento un rasgo de ofrenda a una madre ausente que se devociona fogosamente. En Diario de un ladrón cuenta su encuentro con una mendiga en Barcelona: «¿Y si fuera ella [mi madre]? me dije mientras me alejaba de la pordiosera. Si lo fuese, iría a cubrirla de flores y de besos. Lloraría de ternura sobre sus ojos de pez luna, sobre su cara obtusa y boba». Sí, está bien. Pero, en realidad, todo eso se trata en el fondo de un tributo pagado a sí mismo.
Sartre no cesa una y otra vez en su ensayo de hablar de Genet como místico. Lo de «Saint Genet» no es sólo ironía y retórica. Aquí da en el clavo. La Diosa Negra es negra, pero antes es diosa. Su religiosidad es evidentemente luciferina (la psicología junguiana lo es, esencialmente). Lo luciferino quiere decir que se respeta y se oberva lo divino también en su aspecto ctónico, e incluso como enemigo del Hombre. El poeta es un fiel sacerdote de Durga, de Kali, de Lilith. Él se asoma a un lago envuelto en la oscuridad, mira hacia abajo, y cuenta lo que entrevé en sus profundos abismos. Pero quien se asoma a un lago en plena noche, ve el reflejo de las estrellas del cielo. Y se siente más cerca de ellas que observándolas directamente en el firmamento. La mística de Jean consiste en eso: ver las estrellas en el subsuelo. «[El homosexual] suspendido entre la muerte y la vida (…) habla desde el fondo de un pozo”. Un pozo donde se refleja la Luna, que parece un queso.
Podríamos decir que la Diosa Negra es como el negativo de la foto de la Diosa Blanca. Las dos parecen representar cosas diametralmente opuestas, como desviación sexual y espíritu, pero no. Lo diametralmente opuesto es simétrico, y lo simétrico es hermano, por ser reflejo. La sexualidad natural, la reproductiva, es una «cosa burguesa» que apenas le interesa a los ángeles y desde luego para nada a los demonios. Pero las parafilias, los coitos contra natura, son otra cosa. También el amor romántico, que tiene mucho de parafílico, porque no es otra cosa que un incesto, es harina de otro costal. Estos no son los mundos biológicos, sino los alquímicos. El darwinismo no puede ni balbucear frente a estos temas, pues a ver cómo explica la prevalencia tan alta de unos rasgos en las poblaciones, generación tras generación, cuando son portados por individuos que precisamente no son reproductivos. La sexualidad alternativa es la epifania de lo divino que llega a la superficie, a la conciencia, desde, no el cielo, sino el infierno.
La distancia psicológica entre un San Juan de la Cruz y un Marqués de Sade, o un Jean Genet, es, en efecto, mucho más pequeña de lo que cualquiera imaginaría.
Desde Freud sabemos el importante papel que juega la sombra sexual en las neurosis. El obsesivo y el ansioso suelen padecer tanta inclinación homosexual como pánico a caer en ella (Jean tiene ciertos rasgos de carácter que son típicos entre obsesivos y ansiosos). Jung se vio obligado a restarle protagonismo a esta parte, para afirmar mejor las diferencias entre psicoanálisis y psicología analítica, pero bien sabía que el sexo es el lenguaje favorito de lo arquetípico, también para hablar de espíritu. El psicoanálisis solventó estas cuestiones hablando de tensión entre norma moral e instinto, y de malogrados desarrollos psicosexuales. Pero no es tan «sencillo». A la razón ilustrada le resulta tan difícil entender esto como a Genet. Pero cuando uno mira el paisaje que se abre después de una crucifixión entre las dos animas, empieza a comprender ciertas reglas básicas del juego, que el poeta captó impecablemente: la Diosa Negra es antisocial y contracultural. La Diosa Blanca es transocial y transcultural. Ambas, detrás de su oposición, están unidas en una misión en común, que es sacar al hombre de su cultura, de las modas, del espíritu de su época, de su tiempo, de su familia, de su patria. La Diosa Negra suele actuar antes, rompiendo todo puente instintivo de conexión entre el hombre y su entorno. Lo separa de la norma, del grupo, implacablemente, desde lo irracional. Físicamente, desde el cuerpo. Impone la sombra como ley, para que caiga en pedazos la máscara, lo primero. Y doblegaría por completo al ego, si la Diosa Blanca no contrarrestara esa fuerza instintiva y animalesca con una preocupación moral y filosófica tan urgente y obsesiva como el sexo, mientras apuntala las cualidades del alma del sujeto que no deben destruirse en el fuego negro que todo lo quema. En suspensión entre la muerte y la vida, se produce un coito entre la conciencia y lo inconsciente. La Diosa Blanca queda preñada, de la Síntesis. Poco a poco se va inseminando la conciencia de este hombre, ya tan aislado, con ideas y deseos que ya no se corresponden con la política ni la moralidad de su tiempo. Finalmente, nace la Buena Nueva, la simiente de un orden nuevo.
Es en algún lugar de este cuento donde se encuentra atrapado el maldito Genet, y es a partir de ahí como podremos comprenderlo.
roberto dice
gracias por este orgasmo mental.